Os ofrecemos un relato corto de nuestro vecino y asociado Manuel Pérez Recio, escritor de varios libros y colaborador habitual en nuestra revista «La Taifa de Alpuente». Recomendamos visitar su blog.
EL DILEMA por Manuel Pérez Recio
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–Menuda troná, padre. Parecía que San Pedro estuviera moviendo los muebles.
–El tiempo está loco, zagal. Que uno ya no sabe cuándo acaba el invierno. Igual te afloran los almendros que a la semana cae una helada y todo se va al carajo. Aunque esto ya se veía venir: lo del cambio climático ése, digo. Tanta contaminación y tanta puñeta… Más valdría que se ocuparan de cuidar el monte, que no se puede ni caminar.
–Es que ya casi no quedan animales que se coman las malas hierbas. Y después de los incendios, las aliagas crecen a sus anchas.
–Y los pocos que hay los matan. ¡Pues no hace que no he visto una liebre o un jabalí rondando por los aledaños!… Porque para acabar con ellos no hace falta pegarles un tiro, basta con meter una carretera de por medio. Al menos, antes aún iban a la cazuela. Que ahora, a los de ciudad les da reparo acercarse a ellos por no mancharse las manos de sangre; ni siquiera paran el coche a ver que han pillao… Cualquier día enganchan a una persona, con un todo-terreno de esos que nunca han pisado un charco, y se piensan que ha sido un perro.
–No diga eso, padre. Habrá de todo.
…
–¡Bueno! ¡Menuda escalera, eh! En fin, ya hemos llegado. ¿Tienes la llave?
–Claro. Tome.
–Ni sé cuánto hace que no subía al campanario. A ver… Ya. ¡Uf! Se está fresco aquí arriba.
–Vaya que sí. Pero hay buena vista, eso sí. Mire ese granizo. Parecen huevos de gallina.
Con ese tamaño te descalabran fácil.
–Seguro que también ha roto alguna teja. Menos mal que no hace aire. Vamos a echar un ojo.
–Yo miraré por aquí, y así vigilo la canal. ¿Le parece?
…
–Lástima de pueblo, la mitad de casas abandonadas. Acabará siendo todo escombros y maleza; tiempo al tiempo…
–No sea pesimista, que ahora cuando se ponga de moda lo del turismo rural vendrá mucha más gente.
–Ya nada es lo que era, zagal. De casi doscientas personas hemos pasado en menos de diez años a poco más de una docena, la mayoría viejos achacosos con un pie aquí y otro allá.
Eso sí, de siempre bien avenidos y todos a una. Para que luego vengan de fuera a decir que los de pueblo somos unos paletos incivilizados.
–Yo nunca he oído que nadie dijera eso de nosotros, padre.
–¿No?… Igual también tú debieras marchar un tiempo a la ciudad, a buscar un trabajo en las fábricas, y ver algo de mundo. Aquí no tienes futuro… Puede que tu madre, que en paz descanse la pobre mujer, aún tuviera razón en eso.
–Pero es que a mí no se me ha perdido nada allí.
–¡Que ya va siendo hora de que te busques una buena mujer, leñe! ¡Y me des algún nieto! Yo a tu edad… ¡Mira a tu hermana!
–¿La Herminia?
–¿Qué tienes más hermanas?
–No… claro. Pero tampoco crea que todo son alegrías. La gente sufre mucho de estrés. Y muere joven. No hablan entre ellos, van palante, palante como los burros. Además, la vida está muy cara: se paga hasta por respirar o cruzar la calle. Nada que ver con la tranquilidad que tenemos aquí.
–Tres churumbeles y un marido que trabaja en la Administración.
–¡Bah! Malcriados. Y el panoli del Eduardo, que siempre viene encorbatado y no para de hablar de sí mismo, mirándonos por encima del hombro como si fuera un ministro o yo qué sé.
–Je, je… Ahí no te quito la razón. Ése tiene un revés que… Anda, pásame el gancho que voy a retirarla.
–Cuidado, padre, con la campana, no se me vaya a golpear la cabeza. Que ya no está usted para estos trotes. Y póngase bien la boina que se le va a caer.
–¡Leñe, para ya! Habrá que sacar la cigüeña de ahí, ¿no? O en un par de días se llenará de gusanos.
–¿Quién le mandaría meterse a sacristán?… ¡Si usted es más rojo que las amapolas!
–Algo tengo que hacer, digo yo. Desde que me quitaron el carné, ya no puedo coger el tractor para ir a labrar. Y el campo, tú ya sabes, queda muy lejos para ir andando. Así que, por lo menos, tengo controlado al cura para que no se me desmadre con la feligresía.
–Ale, agarre el animal y vayámonos, que es un poco tarde.
–Uf… Cómo pesa la jodía.
–Espere, que le ayudo.
–¡Pero!… ¿Qué diantres!
–¿Qué sucede?
–¿Has visto eso, zagal?…
–¡Sí! ¡Están vivos! Los polluelos están vivos, padre. Y parecen hambrientos.
–La pobre pudo refugiarse bajo el techado del campanario, pero aguantó el granizo como una jabata para salvar a sus crías. Lo que es el instinto animal, oye.
–Lo ve, como no me puedo marchar.
–Abelino, que te veo venir.
–Alguien tendrá que cuidarlos. Y yo a usted no le veo de niñera.
–¡Ah…! Diablos… La… madre que me…
–¿Le ocurre algo, padre?
–No… No. Nada… Ya se me pasa. Un ahogo, no más. Cosas de la edad, ¿qué quieres, a mis años? Anda, agarra tú a los animalicos. Luego les haremos un sitio en el corral… ¡Y no me mires con esos ojos de cordero degollao, rediez, que no ha sido na! Pues no me queda aún ….
–¿Lucía?
–¡Abel!… Qué casualidad, te iba a llamar ahora. ¿Cómo estás?
–Bien. Por aquí andamos, salvando el Planeta. Verás, lo he estado pensando y…
–¿Le has contado lo nuestro?
–No. No he encontrado el momento adecuado.
–¿Cómo?… ¿Por qué me haces esto? ¿Es que no me quieres lo suficiente?
–No es eso, cariño. Claro que te quiero.
–¿Qué es entonces?
–Pues que me voy a quedar un tiempo más en el pueblo. No puedo marchar ahora. Mi padre está mayor y…
–Pero, ¿y qué hay de nuestros planes!… Ya lo habíamos hablado. ¡No podemos estar viéndonos sólo los fines de semana! Tenemos sitio para tu padre. El piso no es muy amplio pero nos apañaremos. Además, el comedor tiene vistas al parque de enfrente y al aparcamiento del súper. Se distraerá viendo pasar a la gente y los coches.
–No es suficiente, Lucía. Él no…
–Pues no voy a estar esperando eternamente, ¿sabes?
–No tienes por qué hacerlo. Siempre tenemos “la otra opción”.
–¡De eso nada! Yo no me mudo a un pueblucho, lleno de vejestorios, a tres cuartos de hora de la civilización. Si al menos estuviera en la periferia…
–Sé que no vas a entenderlo, así que no te daré más explicaciones: un año, es todo lo que te pido. Luego, si Dios quiere, buscaremos una solución para mi padre e iremos a vivir a la ciudad, o donde tú quieras.
–Abel, perdona, pero he de dejarte, es que tengo la comida al fuego. Si te parece, ya hablamos esta noche más tranquilos, ¿vale?… Ah, y una cosa más: este sábado no podemos quedar, que tengo merienda con unas antiguas amigas del instituto. Hace tiempo que no nos vemos y quizá se nos alargue la tarde. Se me olvidó decírtelo.
–No pasa nada, lo comprendo.
–Entonces hasta luego, Abel. Después te llamo. Un beso.
–Adiós, Lucia, adiós. Un beso muy grande. (Clic) …¿Sabes? Es extraño, pero te quiero. Y tardaré en olvidarte. Pero espero, sinceramente, que seas muy feliz.
Manuel Pérez Recio