Decía un antiguo al que llamaban Parménides, que todo permanece y que lo que es no puede dejar de ser. Por contra, otro pensador, Heráclito, sostenía que nada es igual que antes, pues todo es cambio; un constante y eterno devenir. Yo creo que ambos tenían algo de razón.
El 28 de marzo del presente año, la tía Consuelo, nuestra querida yaya, murió. Murió como vivió, intentando no molestar, con discreción. Se fue suavemente, como una amable brisa que de pronto cesa.
Era mayor, cierto, ¡95 inviernos completados! También es cierto que de un tiempo a esta parte, su llama, poco a poco, se estaba apagando. Sin embargo, sé que ella hubiera deseado vivir más tiempo para seguir viendo crecer a los más pequeños y para conocer a la nueva biznieta que pronto iba a llegar. Ella quería vivir, porque amaba a la vida. Pero la vida, en su inexorable curso, se la ha llevado.
Trato ahora de suavizar el dolor pensando en que las personas vienen y se van, mecidas por esa corriente de la que nada ni nadie escapa, como parte de un devenir contra el que nada podemos hacer. Trato de asumir que es la misma naturaleza dándonos su lado más feo. Ley de vida, como dicen. Flaco alivio, digo yo.
Pero por no darle solamente la razón a Heráclito, diré que algo sí permanece, en especial cuando se trata de personas que, como ella, han dejado a su paso tan hermosa y brillante estela.
De ella permanecerán los bellos recuerdos y el eco de sus palabras; la fuerza vital y desbordante que todavía siento tan cerca. Permanecerán las creaciones que nacieron de sus manos, las cuales guardamos como los tesoros que son.
Sí, ella permanecerá, en todos y cada uno de los que tuvimos la fortuna de ser algo suyo. Aun con todo, la vamos a echar mucho de menos.
Salvador Martí Debón