-Y tú, ¿por qué estás aquí?
El interpelado lo miró, sólo un segundo, sopesando la posibilidad de si sería correcto contarle la verdad.
-Porque mi abogado la cagó -contestó al fin, y rompió en una gran carcajada-. Lo siento -sentenció cuando consideró oportuno terminar con su broma, aunque en realidad no estaba arrepentido-. Es un chiste que se cuenta en mi mundo.
De nuevo lo miró y, esta vez, su escrutinio fue mayor.
-¿De verdad quieres saberlo?
Muchas eran las leyendas que corrían sobre las razones por las que se encontraba allí, pero nadie hasta ahora se había interesado por conocer la verdad.
El chico no asintió, ni siquiera se movió, pero sus ojos mostraban el gran interés porque contestara a su pregunta inicial.
-Está bien -cedió al cabo de unos segundos.
»Todo empezó incluso antes de que yo me diera cuenta… y cuando lo hice, ya fue demasiado tarde para escapar…
• • •
Ella llegó a mi vida sin previo aviso, sin percatarme siquiera. Simplemente, un día, estaba ahí. Desde entonces mi vida cambió drásticamente.
Apareció ante mis ojos una tarde de principio de otoño o de finales de verano, ya no lo recuerdo. Pero lo que sí recuerdo fue lo que sentí cuando la vi. Me quedé embelesado al contemplar su rostro, como hechizado por una magia que no pudiera controlar. Obviamente, nuestros caminos estaban destinados a cruzarse porque ella estaba allí, en el mismo lugar que yo. Pero lo que no esperaba es que estuviesen destinados a discurrir juntos durante un tiempo, aunque eso no sucedería hasta más adelante.
Después de aquel primer encuentro los siguientes ocurrirían como si de un cuentagotas se tratase. Entonces, yo todavía no había tomado la decisión que me acercaría a ella definitivamente.
Un año después aproximadamente, ella entró por la misma puerta que yo había cruzado hacía unos segundos. No podía creer en la suerte que estaba teniendo por lo que aquello significaba. Se sentó unos metros delante de mí. Por supuesto, en todo aquel tiempo ella nunca se percató de mi existencia; de hecho, estoy seguro que no recordaría ni haberme visto con anterioridad. Pero en aquel momento yo ya había tomado esa decisión que acabo de comentar: uniría nuestros destinos inmediatos fuera como fuese.
Y lo conseguí. Desde entonces nos hicimos casi inseparables, aunque aquello tardó un breve periodo de tiempo en suceder. Para entonces yo ya sabía lo que me ocurría. Y no me lo podía creer porque me había prometido que no volvería a pasar. Pero pasó. Me había enamorado.
El amor es una magia extraña, poderosa, caprichosa, incontrolable. Sé bien de lo que hablo, conozco todo tipo de magias. El amor es capaz de hacer olvidar cualquier agravio con un simple gesto de los labios. El amor es capaz de hacer que tus pensamientos giren entorno a una singular cuestión. Pero el amor, por sí solo, no puede hacer que una persona sea correspondida. Es necesario que ambos posean el mismo sentimiento para que esté completo, para que los dos sean uno solo. Porque esa es la culminación del amor, conseguir que dos seres distintos se comporten como un único individuo.
Y eso fue precisamente lo que no ocurrió.
Yo no desesperé, al menos al principio. Mi dicha era absoluta por el simple hecho de que compartiera unos minutos de su vida conmigo. Y sólo por eso empecé a buscarla en todo momento. Forzaba los encuentros, la seguía donde fuese cada vez que estábamos juntos. Y ella parecía complacida con mi compañía. Entonces comenzaron los halagos y los regalos. Regalos maravillosos e increíbles. Regalos que no estaban al alcance de cualquiera. Mi magia era poderosa y yo podía conseguirle todo aquello con lo que soñara. Hacía cualquier cosa porque ella se sintiera feliz. Incluso habría bajado a los infiernos si con eso hubiese conseguido sacarle una sonrisa hacia mí. Llegué a hacer cosas de las que no me arrepiento pero que podrían considerarse cuestionables.
Y creo que ese fue uno de mis primeros errores. Ella nunca me pidió nada. Pero yo intentaba dárselo todo. Nunca reparé en que en realidad, quizás, yo estaba abrumándola.
Pero lo peor de todo es, estoy seguro, que nunca se percató de mi amor por ella. Quizás, el hecho de que estuviese rodeada por el amor de muchas otras personas motivó que no advirtiera el mío por ella.
Hasta que al fin lo hizo. No por sí misma. Fue necesaria mi ayuda para que lo comprendiera. Se lo dije. Le conté lo que sentía por ella. Y su reacción me sorprendió. Se rió. No como una burla ni una risa frívola. Simplemente, le pilló por sorpresa y no supo como reaccionar. Ese gesto sin sentido fue su única vía de escape.
Ella me quería. Me quería, pero no me amaba. Y vio en la ausencia de ese sentimiento un barranco que no podría cruzar. Y vio también que esa inexistencia de tal sensación podría dejarme mal herido. Entonces, decidió alejarse de mí, para hacerme olvidarla.
Y esa fue mi perdición.
Empezamos a vernos cada vez menos, aunque yo seguía buscándola. Pero ahora ella ponía cualquier excusa para rechazar mi compañía. Yo no desistí, y quizás ese fue mi segundo error. Y con mi insistencia cada vez me volví más obsesivo. Y fue entonces cuando nuestra relación se deterioró.
Yo comencé a criticarle su actitud, y ella, por no herirme más quiero creer, se defendía como podía, pero nunca trató de echarme en cara nada. Hasta que un día lo hizo. Aquello consiguió que yo me volviese loco, por lo que ella huyó. No porque temiera que pudiera hacerle daño, nunca lo haría. Sino porque temía que pudiera hacérmelo a mí mismo.
Se escondió en un lugar que, incluso con toda mi magia, no pude encontrar. Y su ausencia convirtió mi locura en demencia. Y aquello fue la perdición para mí. Para ella. Para todos.
La busqué. La busqué con todas mis fuerzas. No, con todas mis fuerzas no, con todo mi poder. Derrumbé montañas, drené mares, incendié bosques… Pero no daba con ella. Y entonces comenzaron las muertes. Primero fueron personas seleccionadas, personas que yo pensaba conocían su paradero. Pero cuando aquello tampoco dio resultado comenzaron los genocidios, hasta que alguien quisiera hablar. Las ciudades se derrumbaban a mis pies. Sus gentes me pedían clemencia. Pero yo me había convertido en un monstruo y no tuve piedad de ninguno.
Un día, una persona, una mujer, terminó con las matanzas. Cuando ella se escondió tejió una magia poderosa que la ocultaba de mí. Sólo una persona podía desvelar su paradero, y al principio se negó a hacerlo. Hasta que vio de lo que yo era capaz. Rompió su juramento y me descubrió el lugar donde se escondía.
Cuando ella se presentó ante mi presencia para contármelo, vagamente la recordaba. En mi locura había roto con el pasado, incapaz de distinguir ya amigo de enemigo. Pero hubo algo, un brillo en su mirada, que hizo que durante unos segundos aplacara mi paranoia. Fue un ángel que me liberó de mi prisión de ignorancia. Un ángel oscuro, me desveló después ella, que sólo intentaba salvar a la humanidad.
Qésher, que así se llamaba la mujer que había trastornado mi menté, se había ocultado en un pequeño pueblecito de montaña, al que había protegido con un escudo mágico que yo nunca pude detectar. Sonreí al verlo, no pude evitarlo. Aquella idílica estampa de casitas con chimeneas y tejados de pizarra fueron unas de mis creaciones, uno de tantos regalos que yo le proporcioné. Y en su intento por escapar de mí, escogió uno de mis presentes.
«¡Qué bella era!» pensé tras reencontrarla. Incluso en la lejanía, incluso cuando sólo era un punto diminuto en lontananza, mi corazón se excitaba al contemplarla. Su piel perlada, fina y delicada. Su corto cabello negro, como carbón apagado. Todo en ella me atraía sobremanera.
Ella se giró, como intuyendo mi presencia allí. Y no se sorprendió al descubrir mi mirada puesta sobre su figura. Mantuvo el contacto visual unos segundos y, finalmente, dejó lo que tenía entre manos. Comenzó a caminar hacia mí. Yo no me atreví a moverme, como si cualquier movimiento mío pudiese hacerle huir de nuevo. Al fin me alcanzó.
-Me has encontrado -afirmó-. Sabes -continúo con un leve gesto de sus labios-, siempre supe que lo harías. Siempre lo hacías.
»Tóvesh -mi nombre pronunciado por sus labios sonaba tan dulce a mis oídos-, no puedes seguir haciéndote esto -sentenció al fin.
No estaba enfadada ni dolida, lo cual me hizo pensar que quizás no supiera todo lo que me había visto obligado a hacer para encontrarla desde el día en que se marchó, hacía ya tanto tiempo.
En realidad, nunca preví cómo sería nuestro reencuentro. En mi afán por volver a estar con ella nunca planeé lo que le diría. Así que mis palabras surgieron como un torbellino.
-Te convertí en diosa… por tus manos pasaron las almas de los moribundos… te conferí el poder para ayudar a los inocentes… tus palabras me proporcionaron la fuerza para vencer… maté a mi propio hermano para salvar tu vida… todo eso y mucho más hice por ti… pero tú no supiste verlo… te marchaste… y yo caí en la locura
-Aún no lo ves ¿verdad? -preguntó mientras negaba con la cabeza. Su rostro mostraba un semblante triste. Ese fue su gesto en cuanto me vio y no había cambiado en todo aquel tiempo-. Si lo que sientes por mí te hace daño deberías dejarlo pasar.
Ahora fui yo el que negó con la cabeza. Y continué hablando.
-Te odio -fue lo único que fui capaz de pronunciar.
Ella me miró, de forma diferente, como si lo hiciese por primera vez desde que nos habíamos encontrado.
-Sé que mientes -sentenció. Y tenía razón. Mis palabras eran mentira, pero debía darse cuenta de todo lo que había hecho por hallarla.
-Te odio. No me cansaré de decírtelo.
-¿No? -preguntó ella, pero era una pregunta retórica. Entonces supe qué debía decirle.
-Te odio por ser la única puta persona que es capaz de sacarme una sonrisa con solo pensarte. Te odio por hacer esa especie de magia para conquistar aquella parte de mí que tenía olvidada. Te odio porque por tu culpa supe ver el mundo de otra forma. Te odio porque me levantabas en mis caídas. Te odio porque siempre fuiste delante de mí cargándote a mis monstruos. También te odio por enamorar cada poro de mi piel. No sé cómo lo conseguiste, pero odio esta opresión en el pecho cuando no estás. Odio tus labios diciendo en mi mente que necesito besarte. Te odio por no darte cuenta de todo lo que hacías conmigo. Te odio porque conseguiste que entendiera que todo mi poder no era suficiente para conseguir tu amor… Te odio por lo que me he visto obligado a hacer para encontrarte -ahora me daba cuenta del daño causado. Y parece que mi rostro reveló algo de ese dolor porque, por primera vez desde que la conocí, ella sintió miedo.
-¿Qué has hecho? -preguntó, temiendo la respuesta a la cuestión.
No tuve valor para contárselo, así que me refugié en lo que mejor sabía hacer: mi magia. Implanté en su mente un recuerdo con todos los sucesos que ocurrieron desde que me dejó. Conforme recorría cada imagen de mis vivencias pasadas su rostro fue cambiando de semblante. Y cuando terminó con aquella delirante obra escénica pude contemplar en su cara lo que iba a ocurrir.
De pronto, su pelo comenzó a cambiar de color, tornándose rojo. No pelirrojo, sino un rojo sangre cargada de oxígeno. Un color que a mí todavía me excitaba más que el suyo normal. Aquella metamorfosis era la evidencia de su poder. Ella también era versada en magia. Pero aquella transformación en su cabello no evidenciaba ese poder sino un don fuera de lo común. Tenía la extraña facultad de inhibir la magia. No cualquier magia, sólo la mía.
-Ahora ves que tengo razón, ¿no? -dijo ella-. Debo acabar con esto -y asentí ante aquella verdad mientras por mi rostro resbalaba una única lágrima
Ella también dejó escapar una gota de amargura mientras levantaba su mano. En mi fuero interno quise pensar que aquella triste secreción era un lamento por mi alma.
Entonces, su dedo índice rozó el lado izquierdo de mi pecho, donde mi corazón todavía latía por ella. Y cuando se produjo aquel efímero contacto noté la descarga que detendría mis latidos, para siempre.
• • •
-¿¡Te mató!? -exclamó incrédulo.
El interpelado asintió, pero su rostro no mostró sensación alguna, como si aquel hecho fuese una nimiedad.
-Pero, ¿cómo estás aquí entonces? -preguntó con la esperanza de que la historia se alargara todavía más.
-No sabes dónde estás -aquello no era una pregunta.
El chico se quedó mirándolo, sin entender.
-Esto es el final del camino, la última puerta, donde terminan todos los destinos…
El muchacho, aún así, no comprendió sus palabras.
-Estás muerto -sentenció al fin el hombre-. Igual que yo. Igual que todos los que están aquí.