Llegó la hora de amanecer, pero el sol no apareció tras el castillo de Alpuente. En su lugar, una espesa y oscura niebla que subía desde Arquela se acercaba rápidamente engulléndolo todo a su paso.
Encabezando la niebla, como surgido del averno, apareció una horda de esqueletos cabalgando a lomos de caballos envueltos en llamas. Los senderistas, que esa noche reían alegremente en la cima de la veleta, dejaron de reír y comenzaron a gritar y correr presos del pánico en la oscuridad.
Cristóbal, alertado por el estruendo de los caballos, se encaramó a un banco de piedra de la antigua ermita y divisó la enorme nube de polvo que levantaban los cascos al galopar. Se apresuró a coger el caldero y comenzó a preparar, tan rápido como pudo, el conjuro para ahuyentar el mal.
Mientras removía y recitaba los versos en voz alta, sus ojos no perdían de vista al enemigo fantasma que cada vez estaba más cerca. Podía sentir el resoplido de los caballos en su piel cubierta de sudor, pero continuó con su brebaje pese al horror que se apoderaba de su cuerpo. El conjuro se acercaba al final. Apenas titilaba una débil llama en el caldero y pronunciaba los últimos versos del conjuro, cuando de repente se vieron sorprendidos por la furia de sus atacantes. Los excursionistas más lentos eran devorados entre gritos de dolor por los caminantes de la muerte. Los que conseguían huir de sus voraces fauces se despeñaban por el acantilado hasta acabar con sus huesos destrozados sobre las calles desiertas de la Villa. La sangre se mezclaba con la tierra formando un lodazal de muerte. Los miembros mutilados se amontonaban a los pies de Cristóbal.
Por fin, acabó de recitar su conjuro y la llama se extinguió. En ese momento notó un fuerte golpe en la cabeza y cayó inconsciente.
Al cabo de un rato se despertó y abrió los ojos. El sol lucía en el cielo como si nada hubiera pasado. El ejército del infierno había desaparecido, al igual que la niebla y los senderistas.
En la Veleta solo quedaba él, un caldero vacío, y un viejo buitre acechando desde el cielo.
Carlos Pérez Recio
Microrrelato preparado para la excursión nocturna a la Veleta