Por Manuel Pérez Recio, coganador del I Certamen literario de la ACAA.
Tras echar un último vistazo al fuego, me asomé por la ventana. Los pájaros volaban alto y el horizonte se había ennegrecido. Así que agarré la parca. Después me cargué al hombro el zurrón, con una pieza de queso fresco, media longaniza seca y una miaja de pan recién horneado; pegué un buen trago de la bota de tinto, me persigné frente a la puerta, para estar a bien con la Providencia, y al fin salí de casa.
Chiflé con fuerza y Peluso acudió obediente a mi vera. Es un perro sin raza, feo como la madre que lo parió, pero valiente, y con un olfato fuera de lo común.
Con algo de suerte, desenterraríamos cinco o seis trufas que añadir a la saca. Como cada año, en otoño acudiríamos al Mercado de Morella, en Castellón, y venderíamos a peso las más grandes; las chicas las utilizaría para cocinar.
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…Pero se hizo la hora de regresar y aún no habíamos pillado una. Parte de culpa tuvo la niebla, que confunde los olores y distrae la orientación. Al poco, empezó a tronar. No era seguro permanecer al raso y corrimos hacia lo que parecía un refugio, construido junto a la sombra de un enorme peñasco al pie de una loma parda.
La puerta estaba abierta, pero no se veía un carajo. Avancé dos pasos pegado a la pared, me quité el poncho y lo extendí en el suelo para protegerme de la humedad. Tras acomodar mis posaderas, llamé a Peluso, que se había retrasado olisqueando los huesos y el pellejo de una cabra en la vaguada. Insistí un par de veces, por si no me había oído, pero no me hizo caso. “Estará enterrando alguno de sus tesoros”, supuse. “Ya regresará”. Y me dispuse a echar una cabezadita…
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Desperté a media tarde. Había despejado y la claridad permitía ver la pared de enfrente, donde colgaba una vieja hoz, una herradura y un serón deshilachado. En el suelo había un botijo con el canuto quebrado, junto a unos ovillos de lana vieja y unas alforjas de caballería llenas de polvo. Pero lo que más me llamó la atención fue aquella otra puerta, en la pared del fondo.
Me incorporé y caminé hacia ella para curiosear.
Era una puerta de cristal, negro como el carbón. Acaricié la superficie con la yema de los dedos. Se notaba suave al tacto, y estaba caliente sin llegar a quemar. “¿Qué diablos puede haber aquí?”, me pregunté impaciente, y la empujé hacia dentro, ya que no disponía de pomo ni cierre.
¡Diablos! Aquella puerta daba de nuevo al exterior. La sombra del peñasco, los pinos, las carrascas… ¡y el sol en lo más alto! ¿Cómo podía ser, si ya íbamos cara al ocaso?… Es más, por allí rondaba Peluso, se le veía muy entretenido olfateando unos romeros en flor. ¿En flor? ¡Si estábamos en noviembre! Pero bueno, ¿qué locura era aquélla?… Aunque mayor fue mi sorpresa cuando vi aquel anciano apoyado en el tronco de una encina; a su vera, removía la tierra un cerdo. Supuse que era el dueño de la cabaña, y pensé ir a saludarlo. Pero apenas había avanzado cuatro pasos, noté cómo se me erizaban hasta los pelos de la nuca. ¡Rediez! Se parecía mucho, pero mucho, mucho… a mí, ¡coño!, con quince o veinte años más encima, eso sí. Llevaba mi zurrón, mi gallote de caminar, mi sombrero de paja… ¡hasta mi chaleco de borrego! Y ahí no quedó la cosa, no. Mi aliento se cebó de hiel cuando, de pronto, el anciano se llevó la mano derecha al pecho, a la altura del corazón, apretó con fuerza los dientes y cayó fulminado al suelo. Sucedió todo tan deprisa…
Murió. De eso no me cabe la menor duda. Quedó tieso como la rama quebrada de un pino seco. Pero aún fue más terrible cuando el cerdo que escarbaba la tierra a su alrededor empezó a mordisquearle los pies.
Abandoné la escena como alma que lleva el diablo, confuso, asustado y sin mirar atrás.
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Pasé algún tiempo tratando de asimilar lo que había visto aquella tarde, pero, por más vueltas que le di, nunca lo llegué a entender.
“Solo Dios sabe lo que pasó en verdad. Mejor será olvidar”, me propuse al fin, abatido por un extraño sentimiento de culpa.
Y casi lo consigo.
Ya habían transcurrido trece años de aquel encuentro cuando, una fresca mañana de enero, mientras recortaba los pelos de mi nariz frente al espejo, creí reconocer en mi reflejo al mismo viejo que abonara la encina del extraño sueño al que asistí despierto. Recordé la puerta de cristal, el rostro desencajado del anciano, la mano en el pecho, el cerdo mordisqueándole los pies…
Y ya no aguanté más. Esa misma semana maté a todos los cerdos y los metí en tinajas hechos longanizas, chorizos y morcillas; ya estaba yo mayor como para prestarles la atención y cuidados que precisaban. Peluso, aunque había perdido el olfato, el oído y las ganas de correr, aún era mejor compañero que cualquiera de ellos.
Días más tarde regresé a la dichosa cabaña. Agarré un buen ripio e hice añicos la puerta de cristal. Luego fui directo a la encina junto a la que vi morir al anciano que tanto se parecía a mí cuyo cadáver, por cierto, no encontré, le hinqué la motosierra y en dos tajos la tumbé.
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Decía mi padre, que en paz descanse, que el futuro ya está escrito, que no se puede cambiar. Pero digo yo que, todo lo que está escrito, de un modo u otro se puede borrar.