Reproducimos hoy el artículo publicado en Diciembre de 2009, en el nº 2 de La Taifa de Alpuente, escrito por Amparo Rico Beltrán, sobre el famoso y mítico personaje de «el Pijetas»
PIJETAS, EL ROBIN HOOD DE LA SERRANÍA
Por Amparo Rico Beltrán.
“Yo no me acuerdo más que de cuatro cosas que mis abuelos me han dicho”.
Yo entonces aún no lo sabía, pero ésta iba a ser la frase más repetida en todos aquéllos a quienes tuve el honor de encuestar, o mejor dicho, a quienes tuve el honor -y el placer- de escuchar durante todos mis años de investigadora de la tradición oral. Pero esta frase, no por ser más repetida se convirtió jamás en verdadera. Los hombres y mujeres que compartieron conmigo su sabiduría a lo largo que aquellos ocho años recordaban siempre mucho más que “cuatro cosas” y sus recuerdos tienen un valor inconmensurable por ser herencia recibida generación tras generación, pulida con el paso de los años y bruñida con la tradicionalidad; por ofrecernos, a los acelerados oyentes de finales de siglo XX y principios del XXI, una joya que, envuelta en humildad, contiene los modos de ver, comprender y sobrevivir en el mundo que fueron útiles a todos los que nos antecedieron en él y que nos ayuda a comprender quiénes somos y por qué hoy actuamos, vivimos y sobrevivimos de la manera en que lo hacemos.
Esa frase tan humilde y, quizá, en principio, desalentadora, la escuché por vez primera en labios del tío Pablo, en la Cuevarruz, un siete de septiembre de 1998. Menos mal que no le creí. Estuve escuchándole durante horas todos los lunes hasta el 2 de noviembre de aquel año y siempre me sorprendía con nuevas historias, coplas, dichos o romances. Incluso hoy, cuando vuelvo a escuchar aquellas cintas, sigo aprendiendo de él. No recuerdo bien cómo llegué hasta el tío Pablo. Alguien me lo recomendó. Qué vio él en mí para perder su tiempo contando historias a una novata que apenas sabía nada de su mundo, sigue siendo un misterio para mí. La cuestión es que aquel hombre, cuyos ojos vivarachos y amables desdecían a un rostro surcado por los rastros de una vida dura y extensa (tenía por aquel entonces 82 años), lunes tras lunes me recibía con una sonrisa y miles de historias que contar. Era una enciclopedia de la tradicionalidad el tío Pablo, habría hecho las delicias de cualquier antropólogo experimentado y, en cambio, se topó conmigo: una aprendiz con una grabadora y una encuesta, ávida de encontrar respuestas e historias, que hoy quiere darle las gracias por ese tiempo y por esa herencia generosamente transmitida, devolviendo parte -fue tanto lo transmitido que necesariamente hemos tenido que seleccionar el material para la redacción de este artículo- de ese saber tradicional de la única manera que puede hacerlo, colocándolo en su lugar y dándole el valor que años de desprestigio fueron robándole. Y es que la cultura oral, paralela siempre a la cultura escrita, la oficial, fue mirada desde antiguo, precisamente por aquéllos que tuvieron acceso a esta última, como la hermana pobre, la cultura de los desfavorecidos socialmente. Y el prestigio social y económico de quienes poseían la cultura escrita acabó trasladándose a la cultura en sí, que se impuso como oficial, verdadera y digna de respeto frente al saber popular (ya ni siquiera el nombre de cultura merecía) que aquellas gentes incultas se empecinaban en transmitir pese al desprecio creciente de las gentes letradas que lo denominaba “cuentos de viejas”. Sin embargo, y a pesar de todo, el saber popular seguía vivo, oculto muchas veces para los ojos de los forasteros en aquel mundo que se había refugiado en lo rural, hasta que un día, algunos de esos ojos letrados, se detuvieron a mirar más allá de lo escrito y descubrieron un mundo sabio, rico y, sobre todo, vivo, cambiante pero continuo; un saber que traspasaba fronteras dando muestras de universalidad a la vez que descubría todo un entramado de saberes locales, de saberes temporales y atemporales. Y por fin, el saber popular volvió a tener el estatus de cultura y se denominó cultura tradicional para poder expresar en una sola palabra todo el complejo entramado que comprende.
Y así, regreso a la Cuevarruz y a la Almeza (pues allí se trasladó un día y allí prosiguieron nuestros encuentros) de 1998 para ofrecer mi humilde homenaje al tío Pablo, quien se merece mucho más que esto.
Durante las primeras encuestas necesitamos la ayuda de su esposa que, sentada a su lado y abandonando sus tareas nos servía de intérprete, ya que el tío Pablo padecía de sordera y los que me conocen saben que hablo muy bajito y la timidez me impide elevar el tono de voz. Sin embargo, al poco, descubrí que su sordera era, como tantas otras, selectiva, y un día comenzó a contestarme sin esperar la repetición de su esposa. Supongo que ella agradeció no ser necesaria y comenzó a ausentarse durante las entrevistas para hacer la comida u otras tareas domésticas. Y es que con el tiempo aprendí que para las mujeres las mañanas están tan llenas de quehaceres que no es momento para importunarlas con preguntas sobre viejas historias. De manera que también quiero agradecer en estas líneas la generosidad de su esposa que sacrificó su tiempo para ayudarme.
Así pues, durante aquellos meses, el tío Pablo me habló de tradiciones antiguas, me explicó la toponimia de la comarca, me contó cuentos e historias que tenía por verdaderas, me cantó coplas, me recitó romances… y hasta me mostró una sabina. De todo aquel material grabado he escogido para este artículo la historia de Pijetas porque la tradición oral universal está plagada de personajes como éste: ladrones que robaban a los ricos y repartían lo robado con los pobres en una especie de búsqueda de justicia compensatoria en este mundo y que, a menudo, acababan sus días como lo hizo el tal Pijetas. De modo que he aquí una muestra de la universalidad de la que hablaba antes que, a menudo, como en esta ocasión, se mezcla con el localismo para ofrecernos una historia que, cual leyenda urbana, da tintes de realidad a una historia mítica para transformarla -o al menos intentarlo- en una historia que, traspasando los límites de la verosimilitud, pretende ser creída por los oyentes como realmente ocurrida.
Transcribiré, en primer lugar la historia, tal y como me la contó el tío Pablo el siete de septiembre de 1998, para luego pasar a analizar los puntos más relevantes:
“Allí, en Cañapastores, pillaron un ladrón. Y al pillar ese ladrón, lo pregonaron por… todo que el que lo cogiese que le darían un algo. Y fue… iban las rondas del gobierno detrás de él y ya vieron que allí en Cañapastores se quedaron unas masías (casas así sueltas como casas de rento) y vieron que se
metía hacia la masía aquélla (que había entonces mucho monte y mucho de eso por allí). Y se metió allí a la masía y el amo pues lo sabía, lo conoció, claro, que lo conocía y ya va, y ellos con él y todo eso. Cuando le pareció al hombre aquel ladrón, se salió fuera a la calle a hacer sus necesidades, que era de noche. Y el amo lo vigiló y haciendo sus necesidades le agarró de una trena que llevaba atrás y entonces dice:
-¡Auxilio, que sí que es!
Y en eso le dice:
-¡Ye! ¿Que me conoces?
Dice:
-Sí.
Dice
-Pues yo a tú también.
Habían sido compañeros en la mili. Fíjate esas casualidades.
En eso, pues ya acudieron todos y había ahí un cura que subía a hacer misa allí en una iglesia que tenía la finca ésa. Y el cura cogió un arma de las que tenían allí ellos en la eso y dice:
-El que se menee…
No dejó moverse a nadie. Y en eso la ronda del gobierno que ya rodaba la casa, que estaban por allí, lo cogió, vamos, lo cogieron y ya se hicieron cargo de él.
Y luego, le dieron horca en Chelva. Y llevaron las familias y dijeron que los padres de familia, por favor, que llevaran los hijos allí, pa que viesen que el que robaba, el que era ladrón, se había de ver en una vergüenza allí.
Pidió que le dejasen hablar y lo dejaron. Y dijo que su madre tenía la culpa que se viera en aquella cruz, vamos, en aquella vergüenza, dice “porque robí un huevo a una vecina y se le di a mi madre y ¿d’ande l’has sacao? dice, del corral de Afulana, ya pues si puedes traer más, traes.”
Claro, si su madre le hubiera castigado, no hubiera hecho más aquello. Pero como no lo castigó, ni nada, pues fue llevando, hasta que pilló fuerzas de ladrón y…
Aquel hombre tenía eso, que robaba a los ricos, a los pobres dice que no, porque se encontró con un chico una vez que iba a la compra y le dijo:-¿Q’ande vas, niño?
Y dice:
-A comprar… -no sé, amos, que bajaba ande está la aldea de Alpuente a comprar-, a comprar, a comprar tal cosa. -Dice-, Pero me ha dicho mi madre que no lo dijera que si no, me quitaría los dineros Pijetas.
Y era él el que le estaba preguntando, y dice:
-¡Toma! -se echó mano al bolsillo- ¡Toma! Dile a tu madre que Pijetas no roba a los pobres, roba a los ricos.
Y aún le dio dinero él.
Pijetas, yo no sé si es que le decían de… alcuña o… no sé yo, si Pijetas porque sería de apellido… Que se quedó grabao Pijetas y todas esas cosas, sí.”
La historia narrada tiene en sí misma suficientes cuestiones que podrían ser objeto de estudio tanto desde el punto de vista lingüístico como literario o sociológico, pero nos detendremos únicamente en el análisis del texto como perteneciente a una tradición universal.
Parece documentada la existencia de un bandolero, famoso en la comarca de La Serranía, llamado o apodado el Pijetas que recorrió estas tierras, atemorizando a su gente, durante la primera mitad del siglo XIX. Podemos encontrar un relato prácticamente igual a la primera parte del que aquí ofrecemos y que narra el fin del bandolero, en http://rcrochina.iespana.es, contado por el tío Ignacio de Campo de Arriba. De cualquier forma, la existencia o no de tal bandolero no es lo que nos parece relevante, sino que, en este caso, la historia narrada, y el mismo personaje, en un momento determinado, trascienden su carácter local para, con tintes míticos, encuadrarse dentro de un género universal (el de los ladrones generosos) y convertirse en un héroe inspirado en el arquetipo de Robin Hood cuyas aventuras podemos encontrar de forma más o menos parecida en otras tradiciones y con otros protagonistas. Por ejemplo, las vendedoras rianxeiras de pescado también temían encontrarse con Xan Quinto a pesar de la fama de éste y de las historias que circulaban sobre la devolución con creces de lo robado a los pobres.
El arquetipo que hemos dado en llamar Robin Hood como emblema de los ladrones de ricos por ser, quizá y gracias al cine, el más conocido, entronca con una antiquísima tradición de ladrones que, en el imaginario popular, han contado con cierta simpatía y comprensión. Precisamente por el hecho de que sus fechorías se dirigen contra el orden establecido, contra aquellos que lo poseen todo, nada tienen que temer los que nada tienen. Y son ellos, los desposeídos, quienes, perdonando o justificando sus actos e incluso adjudicándoles hazañas o acciones nobles, los que han encumbrado al ladrón, convertido en personaje, a la altura del mito. Porque toda cultura necesita de mitos y estos perseguidos por el poder tienen en sí mismos el germen del héroe mitológico ya que fácilmente se identifican con los defensores de los oprimidos, con aquéllos que devuelven la riqueza a quienes jamás debieron perderla en manos de los poderosos. ¿Por qué si no iban éstos a perseguirlos con tanta saña y a empeñarse en que tuvieran una muerte ejemplarizante?
Así pues, personajes del tipo al que pertenece Pijetas los encontramos desde antiguo y en cualquier parte del mundo, si bien es cierto que el género proliferó en el siglo XIX.
A modo de ejemplo, citaremos entre las fuentes de las que beben aquellos bandoleros legendarios de hace dos siglos a Alí Babá quien robó a los bandidos que atemorizaban a la población y fue generoso con sus vecinos compartiendo su riqueza, o al mismo Dimas, el buen ladrón que, según el texto apócrifo de José de Arimatea, atacaba a los ricos, pero a los pobres los favorecía.
Más adelante, ya en el siglo XIV, encontramos la leyenda de Robin Hood, personaje que la literatura y el cine han universalizado, entre cuyas acciones se encontraba también, la de robar a los ricos para repartir con los pobres y cuyo final menos divulgado es bastante similar al de nuestro Pijetas.
La tradición oral andina recoge la leyenda de Chiru Chiru o de Nina Nina, que habla de un personaje similar al que nos ocupa y al que sitúan en el siglo XVII.
Y ya en el siglo XIX, hallamos el boom del género y proliferan los ladrones, ahora llamados bandoleros, en cualquier parte del mundo, desde los míticos El Zorro mejicano, o los españoles Curro Jiménez o El Pernales, hasta los héroes locales como Chucho el Roto (también mejicano), Juanón el Grande (de Bretó, en la provincia de Zamora), Xan Quinto (en Galicia) y nuestro Pijetas (de La Serranía valenciana).
La desaparición de los bandoleros no ha supuesto, sin embargo, la desaparición del género. En los Altos de Culiacán (Méjico) se venera como santo de los narcos a Jesús Malverde, un personaje que vivió a principios de siglo XX y cuyas hazañas son muy similares a las de todos los personajes citados.
Otra cuestión común al género que estamos analizando es su estilo que entremezcla realidad y ficción con una mano maestra capaz de hacer pasar la leyenda por realidad, apuntando fechas, situando topográficamente los hechos, anotando comentarios históricos que dan visos de verosimilitud, pero que, en última instancia, y como podemos observar en el texto del tío Pablo, se deja llevar por la riqueza expresiva de la propia historia, tiñéndolo todo con matices legendarios que universalizan el tema y lo enlazan con la tradición ancestral.
Éste es el valor de la joya que me transmitió el tío Pablo, y que sólo gentes privilegiadas como él son capaces de percibir, mantener y donar: el ser capaces de conjugar pasado y presente, realidad y ficción, historia y leyenda en un único texto vivo y cambiante. En esto consiste la tradicionalización, la cultura tradicional y reconocerlo es devolver a quienes la poseen al lugar que les corresponde.