El primer golpe no lo vi venir. Fue directo a la cara. La fuerza con que descargó su pesada mano me derrumbó al suelo. Intenté levantarme. No para enfrentarme a él, sino para huir. Pero fue más rápido que yo. Cuando estaba de rodillas en tierra me cogió del suéter y me levantó con fuerza. Lo siguiente que hizo fue empujarme contra la pared. Nuevamente caí al piso y después de eso, lo ya demasiado habitual últimamente. Un conjunto de golpes, patadas y puñetazos contra mi persona. Todo eso lo acompañaba de insultos como puta, desgraciada, zorra y un sinfín más que salían de su boca como si de perdigones disparados por una escopeta se tratasen.
La verdad era que ya debería estar acostumbrada. Cada vez eran más habituales las palizas. Por cualquier cosa, una puerta mal cerrada, la cena cinco minutos más tarde de lo habitual, una mirada de soslayo que no le gustase… Daba igual, cualquier motivo era suficiente para que descargara su ira contra mí. Pero esta vez… esta vez… la razón no la conocía.
Había llegado borracho, como todas las noches desde hacía unos meses. Entró en la casa gritando porque, según él, unos jóvenes con los que se había cruzado se habían reído de él. Yo, como siempre hacía, le discutí sus palabras, argumentando que la razón de sus risas sería otra. Que los jóvenes tendrían mejores cosas que hacer que ir riéndose de todo aquel con el que se cruzaban. Parecía que con todo lo que había recibido no aprendiera y como siempre, volví a cometer el mismo error. Él no dijo nada, se mantuvo en silencio. Pero cuando me volví para seguir con mis tareas, descargó el primero de lo que sería la paliza más virulenta de toda mi vida.
Al principio no era así. O quizás era yo la que no quería darse cuenta de su verdadera forma. Muchos me habían avisado de la persona que podía llegar a ser. Pero la verdad era que yo sólo veía sus gestos y atenciones hacia mí. En nuestra época de noviazgo fue amable y cariñoso. Parecía un caballero victoriano que se desviviese por atender a su dama. Me abría todas las puertas, me arrimaba la silla, me arropaba siempre que lo necesitaba, me defendía ante cualquier incidente… todo lo que hacía parecía ser poco, pues él siempre quería tenerme más feliz.
Después, cuando nos casamos, algunas atenciones desaparecieron repentinamente, como si ya no hiciera falta contentarme. Ocurrió la misma noche de bodas. La típica llegada en volandas al dormitorio no tuvo lugar. Otras llegaron después, hasta que al final nos vimos forzados a convivir, como si fuéramos dos compañeros de habitación que no se llevaran bien, pero que estaban condenados a tratarse.
Y, finalmente, llegaron los golpes. La primera vez fue una pequeña bofetada, de la cual se arrepintió enseguida. Pero con el tiempo, las peticiones de perdón por cada golpe desaparecieron, hasta que al final sólo me daba palizas de cuando en cuando. Con el paso del tiempo se volvieron más a menudo, hasta casi recibir una o dos por semana.
Entonces ocurrió algo. Quedé embarazada de lo que sería mi primer hijo. Por aquella época, mi persona fue hecha presa de un miedo terrible. Temía que con algún golpe pudiera perder el feto y abortase. Pero ocurrió todo lo contrario. La noticia de la llegada de un niño pareció apaciguar sus ansias por pegarme y durante los meses del embarazo y unos cuantos más después del nacimiento de nuestro primer hijo, no recibí ni un solo golpe.
Yo estaba feliz, pues creía que todo había acabado. Que a partir de entonces seríamos una familia normal, sin palizas, sin gritos, sin disputas. Sólo él, yo y nuestro hijo. Pero ese tiempo pasó, y un buen día, los golpes regresaron. Parecía que su vida se fuera en pegarme, pues con el resto de personas era el hombre más amable del mundo.
Entonces volvió a ocurrir. Una nueva vida se gestaba en mi interior. Esta vez sería una niña y de nuevo volví a sentirme feliz, porque durante algún tiempo volverían a cesar los golpes. Cuan equivocada estaba. Por algún extraño motivo continuó pegándome. Nunca supe en que se diferenciaba este momento del primero. Quizá fuera precisamente eso, que esta situación ya había ocurrido antes. Él parecía apaciguarse ante las nuevas circunstancia, y esta no lo era. El resultado lo sufrió la niña, padeció una malformación en uno de sus pulmones, ocasionada por un golpe que recibí en el útero.
Nunca supe porqué aguantaba sus maltratos. En el fondo pensaba que me quería, que era algo más que un simple objeto para él, y en el peor de los casos, que me merecía cada golpe recibido, como a veces él decía. Pero llegó un día en que no pude aguantar más y busqué ayuda en mis padres. Su postura fue clara, querían que lo denunciara. Y así lo hice, muchas veces, pero de nada sirvió. La sociedad actual aún nos consideraba esclavas del hombre y el presente aumento de maltratos a mujeres no conseguía hacer nada para que la gente se diera cuenta de que esto no podía continuar.
Muchos decían que se debía al aumento de la inmigración, sobre todo de personas venidas de países subdesarrollados o en vías de hacerlo. Decían que el bajo grado de educación que habían recibido era la causa de esta ideología machista y que para solucionarlo se debía enseñar a la persona desde niño. Pero lo cierto era que personas que se consideraban dignas y honorables en nuestro país también seguían teniendo creencias retrógradas. Mi esposo era agente de la ley, un sargento de la policía nacional. Conocía las leyes, había tenido una buena educación, y aún así, me maltrataba.
Las denuncias no hacían más que aumentar su ira, por lo que al final siempre las retiraba. El tiempo fue pasando, y con él, las palizas. Mi cuerpo ya no lo aguantaba, mi espíritu tampoco. Y un día tomé una decisión drástica. Cogí a los niños y huí de casa. No sirvió de mucho pues al cabo de unas pocas semanas me encontró en la de mi hermana. Fue a buscarme hasta allí, exigiéndome que volviera a casa, donde estaba mi lugar. En otro tiempo me lo habría pedido, pero ahora sólo ordenaba. Lógicamente mi respuesta fue una negativa.
Él no se dio por vencido y me amenazó con denunciarme por abandono del hogar y secuestro de nuestros hijos. Efectivamente, días después llegaron a la casa unos policías con una orden de arresto. La misma ley que denegaba mis peticiones de ayuda le amparaba a él, aunque la victima fuera yo. Se aprovechó de la situación y prometió quitar la denuncia si volvía con él. Así que lo hice.
Pero esta noche sobrepasó su propio límite. La paliza que me propinó me envió directa al hospital. Fue necesario operarme de urgencias, pues una de sus patadas me reventó el estómago. También consiguió romperme un par de costillas y me llenó la cara de moratones. Mi cuerpo parecía estar lleno de tatuajes sin forma alguna, debido a las innumerables marcas de golpes, arañazos y demás heridas que se juntaban con las ya cicatrizadas de anteriores palizas.
Los médicos habían conseguido estabilizar mi situación, pero aún así estaba muy grave. Necesitaba respiración asistida, y múltiples goteros perforaban mis venas en un intento de suministrarme todos los medicamentos que precisaba para mi recuperación. Los restos de anestesia que todavía circulaban por mi organismo no ayudaban a mejorar mi aspecto pues me encontraba en un estado de sopor extraño.
Pero aún así, tenía razones para alegrarme. En la cama de al lado de la habitación en la que me encontraba estaba él. La razón era muy simple. Los niños estaban dormidos cuando él llegó. Pero cuando empezaron los golpes, ambos se despertaron. Los dos intentaron ayudarme. Primero procurando evitar que su padre me pegara, después, suplicando que parara. Pero nada conseguía calmarlo y los golpes continuaron.
En un momento del que nadie se percató, el mayor salió de la habitación en la que nos encontrábamos y entró en nuestro dormitorio. Al cabo de unos minutos regresó con un arma en la mano, una pistola que mi marido guardaba en una caja fuerte en el rincón más oscuro del armario. Desconozco como consiguió la contraseña. Amenazó a su padre con disparar si no dejaba de pegarme. Él no hizo caso. Después de unos segundos de vacilación la criatura disparó contra su padre y la bala le alcanzó en el pecho. Sólo cuando cayó desplomado al suelo dejó de darme golpes.
Cuando la policía y los servicios de urgencias llegaron, nos encontraron a ambos en el suelo. Mi marido todavía respiraba cuando se lo llevaron. También lo operaron de urgencias, como a mí. Pero la intervención no pareció ser tan exitosa como la mía. En algún momento que no conseguía recordar, oí a uno de los médicos decir que no saldría con vida de lo sucedido.
Ese hecho no me alegró después de todo. No porque sintiera lo que le estaba pasando en estos momentos, sino porque sentía todo lo que había pasado hasta entonces. Sentía el haberme casado con él, sentía haber perdonado la primera bofetada, sentía no haber sido más valiente cuando debí serlo, sentía… sentía muchas cosas, pero no que estuviese en sus últimos minutos.
En cuanto a mi hijo, algo dentro de mí me decía que no me preocupara, que todo iba a salir bien y que no le ocurriría nada malo. Y así fue, pues con la actual legislación, la ley del menor lo amparaba. Pero eso no lo sabría hasta algún tiempo después. Ahora sólo pensaba en una cosa, en todas aquellas veces que perdí la sonrisa, hasta el punto de olvidar como se producían. Jamás pensé en volver a tener una. Fue un sentimiento agradable, de placer, cuando ocurrió. Pero también eso tardaría un poco en suceder.
La noche pasó despacio. Los medicamentos que me habían suministrado no consiguieron que me relajara, por lo que no logré dormirme. Por el contrario, me dejaron en un estado deplorable, pues parecía una drogodependiente que necesitase su dosis de metadona para subsistir. Entonces ocurrió. El monitor que marcaba las débiles pulsaciones cardíacas de mi marido emitió un largo y estridente pitido. Fue entonces cuando sucedió el milagro. Mis labios se curvaron en una horrible mueca que lejos estaba de parecer una sonrisa. Pero eso es lo que era. Después de tanto tiempo, de nuevo una sonrisa afloraba a mis labios. Poco tiempo tardó la enfermera en venir a apagar el monitor. Sólo entonces conseguí dormirme y descansé como nunca lo había hecho hasta entonces.