Hace tiempo que no publicamos nada, así que os dejo un relato corto de cosecha propia. Espero que os guste.
EL BAÚL
El ventanuco del viejo corral estaba abierto de par en par. Un finísimo rayo de sol cruzaba los viñedos repletos de pámpanos y atravesaba la estancia hasta estrellarse sobre la desconchada pared del carcomido diván. A su paso dejaba una nebulosa de infinitas partículas de polvo que flotaban desorientadas en la atmósfera buscando un lugar donde morir.
La tenue sombra del péndulo viajaba silenciosa desde el trillo hasta la librería de caoba, repleta de libros de Alpuente. El reloj recordaba con su monótono susurro que no existe el silencio, que no existe el presente, tan solo los ecos del pasado. Tic, tac, tic, tac… Un eterno pasajero del tiempo en un viaje sin principio ni final.
En un oscuro rincón, la mecedora, adornada con las telarañas del olvido, dormitaba esperando una excusa para balancearse por última vez, como lo hacía antaño, cuando Amelia se sentaba a tejer calceta o hacer cestas de mimbre. O como cuando el psicólogo se sentaba a escuchar a sus pacientes y los hipnotizaba con el crujido que sus curvadas patas de madera emitían con el vaivén de sus palabras. Ñic, ñac, ñic, ñac.
Si estas cuatro paredes, impregnadas de tristeza, pudieran hablar, revelarían las atormentadas historias de los pacientes que visitaron la consulta del doctor buscando alivio para las noches de vigilia en las que tenebrosas pesadillas se apoderaban de sus almas devorando horas de sueño a sus exánimes cuerpos.
Llegaban con la conciencia cargada de demonios y se marchaban liberados de la pesada carga hasta su próxima sesión, pero… ¿Qué ocurría con sus lúgubres historias, con sus temidas fobias nocturnas? ¿Dónde iban los engendros que atormentaban su descanso? ¿Dónde guardaba el psicólogo toda la locura que les exorcizaba mientras yacían tendidos sobre el diván?
Bajo el alféizar, agazapado en el contraluz de la ventana, se escondía un antiguo baúl. Siempre estuvo allí, presente en todo momento, tan a la vista que permanecía oculto a las miradas. El psicólogo lo rescató de la hoguera cuando heredó la casa y montó su gabinete. Antes de cada consulta, descorría el cerrojo de metal y dejaba abierta la tapa. Después, al terminar, lo cerraba con llave y se recostaba en el diván. Echaba un trago para enturbiar su mente y cerraba los ojos para descansar.
El psicólogo rural desapareció una noche tras la consulta del último paciente y nunca más se supo de él.
Hoy, la casa tiene un nuevo dueño: un enólogo. Afuera, las viñas están cargadas de grandes y redondos racimos, las barricas llenas de un excelente caldo en maceración, las despensas dispuestas de las mejores cosechas.
Pero en el antiguo corral, reconvertido en bodega, bajo el ventanuco de roble, el viejo baúl aún permanece abierto. Quizás en su última visita el psicólogo olvidó cerrarlo. Demasiado dolor en su cabeza, demasiada locura en su vida.
Tal vez se marchó huyendo de sus propios demonios, tal vez odiaba la mecedora o el diván, o tal vez nadie miró nunca dentro del viejo baúl.
Carlos Pérez Recio