Sentado en una roca, junto a ella, aún con mi ritmo acelerado por el desnivel recién salvado, la miré, con los ojos cerrados, y le dije:
He acariciado piedras y pisado brozas. He bebido el viento y besado al sol. He doblado mi ser para alcanzarte y ahora por fin descanso. Ahora lo veo todo más claro, justo tal y como esperaba cuando quise adorarte de cerca una vez más. ¿Sabes? Ayer me ahogaba el ritmo del hastío y me pisaban las horas sin preguntarme nada. Confieso que ayer pensé en ti para sobrevivir. No ignores que sin esa esencia tuya que me abraza siempre que vacilo, hoy no habría visto la hermosa luz del alba. Un suspiro te brindo, largo y profundo. Ahora eres mi compañera y a nuestros pies yace el mundo. No me importa quién te puso aquí, ni me importa cuando. Sé lo que haces, pero no me interesa. Me interesas tú, porque tú eres. Me interesas tú, por lo que para mí significas. Por todo ello te amo. ¿Oyes, alma mía, el tañir de las campanas? Y las voces de las gentes, mecidas por el eterno viento, ¿las oyes? Sí, claro que las oyes, pero, ¿qué son para nosotros mas que vagos ecos huérfanos de sentido? Nada…, son nada.
Se deslizó al fin el presente y el sol quiso acostarse. Me dirigí a ella por última vez para decirle:
Llegó el momento de mi partida, mas, por favor, no llores; es la existencia quien me reclama. Mañana estaré allí, abajo, arrastrándome entre ellos, escuchando sus miserias. Mañana igual que ayer, alimentaré al tirano que me encadena. ¿Cuidarás de mi calma entonces? Sólo una cosa te pido:
Espérame mientras la vida siga creando al tiempo, que yo siempre vendré a buscarte.